El hermano Lázaro
Caminos de Valdivielso, transitados
durante siglos por tantos hombres y mujeres, ¿a cuánta gente habréis olvidado?
¿O solo las personas olvidamos? Tal vez tengáis buena memoria y recordéis a un hombre
sencillo y afable que, hace ya cincuenta años, y también algunos más, caminaba
en verano de pueblo en pueblo, por el valle y por toda la provincia, calzando
unas simples sandalias y vestido con un viejo hábito de lana. Para muchos de
los que le conocimos, aquel hombre es inolvidable.
Desde
luego, su llegada a nuestra casa era un gran acontecimiento. Nos visitaba una o
dos veces en todo el verano. Aparecía hacia el mediodía, y mi abuelo le recibía
con abrazos y con una gran emoción. Se sentaban juntos en el comedor del primer
piso, una habitación que en época de veraneo servía también de dormitorio, pero
aquel día se convertía en el lugar de encuentro de Valentín Garmilla con su
primo, el Hermano Lázaro. Los dos hombres solían estar conversando sin pausa
durante horas. Los niños, alborotados y con una gran curiosidad, subíamos y
bajábamos la escalera, y corríamos de una lado a otro, intentando asomar la
nariz cada vez que se abría la puerta del comedor, para poder contemplar a
aquel visitante excepcional. Entretanto, la abuela se esmeraba en la cocina, y
mi madre era la única que entraba a la habitación, porque ella era la encargada
de poner la mesa y servir un plato tras otro al invitado y a su anfitrión. Por
la tarde, una vez terminado el almuerzo y tras la larga sobremesa, sí podíamos
los niños entrar a hablar con el Hno. Lázaro.
Pero,
¿por qué toda aquella emoción? Es cierto que el extraordinario aspecto físico
del Hno. Lázaro nos desconcertaba. En la época que yo recuerdo (la década de
los 60), este hombre andaría ya rondando los 80 años, era mayor que mi abuelo,
y, sin embargo, mostraba una vitalidad desbordante. Curtido por el sol, con un
rostro terso de rasgos regulares bien marcados, los brazos delgados asomando
por las anchas mangas de un hábito un tanto raído, hablaba con voz suave y
ritmo pausado, matizando a veces las frases con algún gesto de sus fuertes
manos de labrador. Solía llegar con el cabello más bien largo, y un poco mate
por efecto del sol y el polvo de los caminos, pero mi abuelo, que era muy hábil
con el peine y la maquinilla, le hacía antes del almuerzo un corte de pelo
impecable. Sobre todo, nos impresionaba que, a pesar del calor que hacía en plena canícula de julio o agosto, el Hno. Lázaro
vistiera sin sofocarse aquel hábito de lana tosca y gruesa, de un tejido que
parecía haber sobrevivido a siglos de ascetismo y penitencia. Sus sandalias de
carmelita descalzo eran anchas, de cuero duro, y aún más toscas que el hábito.
En mi fantasía infantil, aquel fraile me hacía pensar en las vidas de santos
que leíamos los niños en aquella época: aunque peque de irreverente, he de
decir que san Francisco de Asís, san Pedro Claver o fray Junípero Serra no eran
para mí más importantes que nuestro Hno. Lázaro. Me resultaba admirable que
alguien pudiera prescindir con alegría de todas las cosas apetecibles que la
incipiente sociedad de consumo de los años 60 nos ofrecía, y recorriera a pie
los caminos, como fraile mendicante o postulador, sin más equipaje que un
zurrón, vestido y calzado de la manera más tosca que se pueda imaginar, y
dependiendo para su sustento de la buena voluntad de la gente, recogiendo
donativos de unos campesinos que bien poco podían darle, pues la mayoría de
ellos sobrevivía en una economía de subsistencia. El Hno. Lázaro era un pobre
entre los pobres, pero se le veía feliz, siempre con aquella sonrisa de
caminante que elegía su ruta, siempre por esos caminos de Dios, como decía él,
hablando con su Dios y con su gente. “Ni sé lo que es la tristeza”, afirmaba en
una entrevista. Y le preguntaba el entrevistador: “¿Alguna vez ha puesto la
cara seria?” Respuesta: “Por cumplir una obligación.”
El
Hno. Lázaro había nacido el 27 de febrero de 1884 en Condado, en el hermoso
valle de Valdivielso, y allí fue bautizado como Lázaro Leandro Rodríguez
Alonso. Según consta en su fe de bautismo, fue hijo de Julián Rodríguez Alonso
y Teresa Alonso Sainz, naturales él de Condado y ella de Población, ambos
labradores y residentes en Condado. Sus abuelos eran todos de este pueblo,
menos su abuela materna, que era de Toba. Desde muy joven quiso Lázaro
dedicarse a la vida religiosa. Le habría gustado ir a estudiar en el seminario,
como hacían otros niños del medio rural. Pero Lázaro era hijo único, y sus
padres necesitaban de él para las tareas de la labranza. Así pues, pasó muchos
años de su vida como labrador, viviendo en Condado y trabajando las tierras de
su familia.
En
una entrevista con el Hno. Lázaro publicada hacia 1960 en la revista “Ecos del
Carmelo y Praga” se menciona que, antes de hacerse carmelita, fue alcalde de su
pueblo y “político militante”. Esto último yo no lo sabía. Asimismo he visto,
con gran sorpresa, su carnet de miembro del Somatén de la Sexta Región Militar,
expedido en Burgos el 18 de septiembre de 1924. Para entender este asunto, he
tenido que leer un poco de historia. Aunque el somatén había sido siempre una
institución catalana, Primo de Rivera decidió crear un Somatén Nacional para
todo el territorio español. Esta institución civil controlada por el ejército
fue establecida mediante Real Decreto del 17 de septiembre de 1923. El 18 de
octubre del mismo año se constituyó en Burgos el Somatén regional con el
general de brigada Mariano Moreno Álvarez como Comandante General. Tenía el
carácter de una fuerza auxiliar para el mantenimiento del orden público y
podían alistarse todos los varones mayores de 23 años que” tuvieran reconocida
moralidad y ejercieran profesión u oficio en sus lugares de residencia”. Aunque
se trataba de una milicia civil, los somatenistas tenían licencia para usar
armas largas de su propiedad. Nunca he sabido yo de la existencia de somatenes
en Valdivielso, ni en Burgos, y mucho menos me imagino al Hno. Lázaro, o mejor
dicho, al que todavía era Lázaro Rodríguez Alonso, metido a guardián del orden.
Según la información de carácter general que he podido obtener, los somatenes
de las zonas rurales en las que no existían grandes latifundios no fueron muy
activos, ni conflictivos, y se limitaron en la práctica a reprimir hurtos y
blasfemias, persiguiendo la embriaguez y el escándalo en vía pública, el
pastoreo abusivo y el mal uso de bienes comunales. También prestaron “auxilios
a requerimiento de las autoridades y en defensa de las personas y la propiedad
en accidentes diversos” (Boletín Oficial del Somatén de la Sexta Región
Militar, 1928). Asimismo tenían que participar en los llamados “actos cívicos”,
consistentes en misa de campaña, desfile de somatenistas y discursos de las
autoridades civiles y militares. También se celebraban en los pueblos unas ceremonias
en las que el obispo de la diócesis bendecía los banderines de los somatenes,
que solían estar bajo el patronazgo de una advocación local de la Virgen. El
Somatén Nacional tenía como patrona a la Virgen de Montserrat, para respetar la
tradición catalana. En resumen, parece ser que el Somatén de Burgos, como los
de otras provincias de la Sexta Región, fue en realidad una policía de buenas
costumbres con un fuerte componente religioso. El Somatén Nacional fue disuelto
por la Segunda República en 1931. Para entonces el Hno. Lázaro llevaba ya un
tiempo en el convento. No sé hasta cuándo estuvo Lázaro en el somatén, y
supongo que le llevaron a él sus convicciones religiosas. Lo que sí tengo por
seguro es que, mientras fue alcalde, nadie blasfemaba en su pueblo.
Hacia
1930, cuando su padre era ya muy mayor para seguir trabajando en el campo,
decidió Lázaro que había llegado la hora de poner en práctica su vocación
religiosa. Renunció a todas las propiedades que le correspondían como único
heredero de Julián Rodríguez y se fue a Burgos al convento de la Orden de
Carmelitas Descalzos, donde tomó el hábito de “hermano donado” el 21 de mayo de
1930. En dicho convento se conserva un escrito de Lázaro, que él firma ya como
Fray Lázaro de Santa Teresita, donde detalla la partición del capital obtenido
con la venta de los bienes de su padre. Dicha venta se había realizado con la
autorización previa de este y siguiendo sus disposiciones. Según el documento,
se destinaría una cuarta parte del total al sustento de Julián en una
residencia de Burgos, otra cuarta parte para repartir entre los primos y
primas, y el resto a partes iguales para pago de deudas familiares pendientes y
de misas en el convento donde Lázaro residiera.
El
Hno. Lázaro tenía ya 46 años cuando comenzó el noviciado. La profesión de votos
temporales tuvo lugar dos años más tarde en Burgo de Osma.
Pronunció sus votos solemnes el 22 de septiembre de 1935 en Burgos, a los 51
años de edad. Se podría pensar que era un poco tarde para iniciar esa nueva
vida, pero no resultó así, pues le quedaban más de cuarenta años para seguir su
vocación, ya que vivió hasta los 92 años de edad. Falleció el 22 de septiembre
de 1976 en Armunia (León). Según afirmaba la elogiosa
nota necrológica publicada al día siguiente en el Diario de Burgos, el
venerable Hno. Lázaro llegó a ser muy popular y querido en dicha ciudad, y muy
conocido en toda la provinica, cuyos caminos había
recorrido durante años como postulador. A día de hoy, casi cuarenta años
después de su fallecimiento, sigue vivo su recuerdo en el convento de Burgos,
donde los que le conocieron guardan “dulce memoria” de su “querido y recordado
Lázaro” y se refieren a él en términos entrañables.
No
menos vivo está su recuerdo en mi familia. Hace unos meses comenté con uno de
mis primos las dudas que me surgían en cuanto a qué podría yo escribir sobre
alguien que, a diferencia de otros hijos de Valdivielso, no llegó a ser
profesor de teología, ni canónigo catedralicio, es decir, que no fue lo que
suele llamarse “un hombre importante”. La respuesta inmediata fue:
“¿Importante? Lo fue para nosotros. ¡El Hno. Lázaro
fue muy importante!” Y eso es cierto. Era importante
cuando a los niños nos ponían en fila india, repeinados y con la cara bien
lavada, para que el Hno. Lázaro nos diera su bendición; cuando, en una ocasión,
me revolvió el pelo con su ancha mano de labrador y me dijo: “Así que tú eres
buena estudiante. ¿Y qué vas a hacer por los demás cuando seas mayor?” Era tan
importante que, durante una de sus imprevistas visitas, mi abuela Juana dejó a
sus nietos con media ración de sus famosas croquetas (¡solo dos en cada
plato!), para poder ofrecerle una fuente bien repleta a su querido y admirado
Lázaro. Este, después de probar aquella delicia que se deshacía en la boca, dejando
el paladar sembrado de suaves aromas, alabó el arte de Juana, antigua cocinera
de casa grande. Sin embargo, declinó comer más, diciendo: “Suficiente, gracias.
Es bueno quedarse con un poco de hambre.” Esta demostración de austeridad dejó
a la abuela emocionada. Juana había sido la madrina del Hno. Lázaro cuando este
hizo su profesión de votos solemnes y sentía por él auténtica veneración.
Una
de las tareas que Lázaro compartía muy gustoso con sus hermanos carmelitas era
el cultivo de rosas y la confección de unos rosarios cuyas cuentas eran pétalos
prensados. “Cada oración es una rosa”, nos decía. Aún conservo uno de aquellos
rosarios que él con tanta ilusión regalaba, pero confieso que estaba olvidado
en un cajón. Y me ha hecho muy feliz acordarme de su existencia al mirar una
fotografía en la que aparece el Hno. Lázaro recolectando las rosas.
“Dios
y el Hno. Lázaro lo pueden todo y lo saben todo” era una de las frases
favoritas y famosas de este valdivielsano socarrón.
Y, por si acaso, lo explicaba bien: “Lo que Lázaro no puede, lo puede Dios; y
lo que yo no sé, lo sabe Dios. Por eso Dios y yo lo podemos y lo sabemos todo.”
Espero de corazón que el Hno. Lázaro esté viendo ahora mismo los problemas que
afligen a su querido valle de Valdivielso, y los peligros que se ciernen sobre
aquel vergel que él recorrió tantas veces de punta a punta. Sí, seguro que lo
sabe y, además, puede ayudar, porque ahora ha vuelto.
Mertxe García Garmilla